“Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”. La frase que un día inmortalizó Eduardo Galeano, viene como anillo al dedo para explicar y dar sentido a un concepto como el de Educación para el Desarrollo y la Ciudadanía Global.
Desde hace años, diferentes organizaciones se unieron en el grupo de trabajo Ciudadanía Global de La Coordinadora. Desde diferentes prismas, opiniones y formaciones trabajan para fomentar y consolidar el enfoque de ciudadanía global tanto a nivel de políticas públicas, estatales y europeas, como en las estrategias y prácticas de las organizaciones (movilización social, incidencia, participación, etc).
Itziar Rosado, una de sus integrantes y responsable de Base Social y Ciudadanía en ONGAWA, nos habla de la importancia de cuestionar, profundizar y activar otros sistemas alternativos para impulsar cambios reales. Aunque afirma que las “ONGD han cambiado mucho” porque son más críticas y políticas que hace una década, todavía “falta un trecho”. Apunta que es necesario contar las problemáticas actuales como la desigualdad, el cambio climático o la pobreza desde unas narrativas donde la ciudadanía se sienta que tiene un papel de ciudadana/o global.
¿Qué es la educación para el desarrollo y la ciudadanía global y por qué es importante que esté presente en el día a día de nuestras sociedades?
La educación para el desarrollo y la ciudadanía global (EDCG) –desde mi punto de vista- es un conjunto de estrategias de aprendizaje que nos capacitan para cuidarnos como sociedad y cuidar el planeta, que desarrollan nuestro potencial para organizarnos colectivamente de manera que todas las personas podamos tener una vida plena. Uno de los puntos que quizás pasan más desapercibidos al hablar de la transición que la humanidad necesita abordar, con urgencia, tiene que ver con la cultura y los sistemas de creencias a través de los que se interpreta el mundo y se actúa en él. Cuestionar estos sistemas, que subyacen a un modelo de sociedad que genera un déficit creciente de vida -humana y natural- y activar otros alternativos, es imprescindible para impulsar y apalancar los cambios. Y yo diría que ese es el espacio de la educación.
Ha transcurrido una década desde la elaboración de la Estrategia de educación para el desarrollo de la Cooperación Española ¿Cuál ha sido el impacto real que ha tenido en la ciudadanía?
Me vais a permitir que sea un poco prudente en este sentido. La Estrategia se evaluó cuidadosamente a través de un trabajo amplio, en el que participaron actores muy diversos y su valor añadido quedó patente. Ahora bien, la Estrategia fue un marco orientador del trabajo en un ámbito de la cooperación que ha ido madurando, aún con muchas dificultades de contexto. En este sentido, diferenciaría el impacto en lo que se refiere a los espacios en los que la ciudadanía se reúne, se organiza, se expresa y hace propuestas, de la sociedad “público general”. Mi valoración es que, en estos espacios, que también somos ciudadanía, el impacto ha sido muy positivo. La estrategia ha contribuido a dar forma, profundidad, calidad y perspectiva crítica a nuestras actuaciones. Hay una evolución conceptual metodológica, mayor ambición política. Hay organizaciones, no pocas, que hacen un trabajo muy valiente y transformador. Y eso nos hace mejores como ciudadanía y nos ayuda a tener un impacto mayor en los diferentes espacios en los que actuamos.
Necesitamos comprender la complejidad, la interdependencia, cuestionar las relaciones de desigualdad, la depredación de la naturaleza, el funcionamiento de las instituciones y nuestra capacidad de exigir que estén al servicio del bien común.
Por primera vez en 20 años, el Gobierno español se ha comprometido con la reforma de nuestro sistema de cooperación. ¿cómo valoráis que se tiene que incorporar la ciudadanía global como parte de la cooperación?
Como lo venimos diciendo en el grupo de Grupo de Trabajo de La Coordinadora, para conseguir una cooperación que apueste de manera creciente por políticas coherentes con el desarrollo humano sostenible, necesita apoyarse en una ciudadanía que participe en su diseño, que se apropie de ellas, que las defienda…Para esto, las sociedades –las personas- necesitamos comprender la complejidad, la interdependencia, cuestionar las relaciones de desigualdad, la depredación de la naturaleza, el funcionamiento de las instituciones y nuestra capacidad de exigir que estén al servicio del bien común. La Educación para el Desarrollo y la Ciudadanía Global es esencial para fortalecer las competencias de la ciudadanía para este viaje. Una estrategia de cooperación que no apueste por la sostenibilidad social y la apropiación ciudadana de las políticas que debe impulsar, que no cuente con la ciudadanía en su visión, responde precisamente a los paradigmas de sociedad que necesitamos cambiar.
Campañas, programas específicos en colegios o actividades de sensibilización, son algunos de los ejemplos de las estrategias que se han impulsadas desde las ONGD para contribuir a un cambio social. ¿Pero estas iniciativas han sido efectivas? ¿Son la única forma de construir ciudadanía global?
Pues depende de la “intencionalidad transformadora” con la que se diseñen, el marco más amplio de estrategia de cambio en el que se formulen y se lleven a cabo. Lo que tenemos que analizar no es una iniciativa aislada, un tipo de actividad, sino el conjunto y reformular la pregunta. ¿Son adecuadas las estrategias para los objetivos de cambio que se plantean? O mejor, aún ¿se trabaja con una mirada de cambio? Pues creo que algunas organizaciones si, cada vez más, pero ese es un reto enorme.
Mirar la realidad, en compañía, y pensar con otras personas cómo se puede cambiar es la mejor manera de construir ciudadanía global.
Para responder a si algo ha sido efectivo, hay que comparar lo logrado con lo que queremos alcanzar y para eso es esencial tener claras esas metas, ese lugar de llegada…y todas las etapas intermedias por las que podemos ir avanzando, para apreciar los avances. Y eso no es nada fácil, porque, supone repensar el mundo tal y como lo conocemos, nuestras maneras de entenderlo, de relacionarnos, de actuar en él. Precisamente, respondiendo a la pregunta de otros modelos de intervención… mirar la realidad, en compañía, y pensar con otras personas cómo se puede cambiar es la mejor manera de construir ciudadanía global. Es decir, participar en un espacio, más o menos organizado que se constituye con una vocación de cambio, puede ser un entorno de aprendizaje intenso y efectivo: el voluntariado, el activismo, la incidencia… son prácticas a potenciar.
Volviendo a la pregunta inicial: las acciones que tengan una lógica transformadora a la que contribuir, que adquieran sentido en un itinerario personal y/o colectivo de cambio, pueden ser efectivas. Se puede trabajar en un colegio de manera puntual o se pueden acompañar procesos educativos complejos y realmente transformadores… Personalmente, creo que no se puede eludir la dimensión política de los cambios, los procesos y las personas, pero para llegar a la implicación ciudadana este ámbito, hay trabajo en otros –la formación, la sensibilización- que son esenciales y complementarios.
La educación para el desarrollo y la ciudadanía global aporta un bagaje conceptual y metodológico clave para desactivar las narrativas que sustentan –y lamentablemente- contagian los discursos y prácticas de odio.
¿Qué herramientas nos proporciona la educación para el desarrollo y la ciudadanía global en un contexto donde los discursos del odio están a la orden del día y la intolerancia hacia lo diferente cada vez más visible?
Creo que la educación basada en derechos humanos es uno de los prismas más potentes para enfrentar estas conductas y que las prácticas de educación para el desarrollo y la ciudadanía global alineadas con este enfoque son herramientas poderosas, porque proporcionan elementos éticos sólidos, pero también porque aportan conceptos como el protagonismo, la participación, la universalidad, la no discriminación, que son esenciales para desactivar las miradas del mundo que subyacen a los discursos del odio.
Pero, además de este marco de referencia, la educación para el desarrollo y la ciudadanía global aporta un bagaje conceptual y metodológico clave para desactivar las narrativas que sustentan –y lamentablemente- contagian los discursos y prácticas de odio. Conceptos como la interdependencia, la prosperidad compartida, las cadenas globales de cuidados, la identidad colectiva, ayudan a interpretar la realidad de manera diferente y a descubrir lo que nos une, además de lo que nos diferencia. El odio necesita entender al otro despojado de cualquier elemento común, por eso la identidad global es un antídoto imprescindible.
Y, por último, la educación para el desarrollo y la ciudadanía global desarrolla las habilidades y las actitudes para enfrentar de manera constructiva este contexto, sin eludir la naturaleza conflictiva de las relaciones y los cambios que necesitamos como sociedad. Fomenta la escucha profunda, la discusión dialógica, la afectividad, la autoestima. Ayuda a reconocer las subjetividades y los intereses de otras personas, pero, muy importante, alerta sobre las subjetividades propias y esto es imprescindible para recuperar con garantías la práctica y los espacios del diálogo y el debate.
Las ONGD hemos cambiado, creo que somos más críticas, más políticas que hace una década, pero nos falta aún un trecho. Tenemos aún margen para ser más explícitas con el cuestionamiento de las causas profundas de la pobreza, la emergencia climática y la desigualdad y para hacer propuestas de cambio estructural.
¿Cuáles son los retos y las dificultades a las que se enfrentan las ONGD para contribuir eficazmente a la construcción de ciudadanía global y al cambio social?
Pues te diría que los que emergieron en la conversación continuada que mantuvimos con las organizaciones del sector al hilo de “Nadie dijo que fuera fácil”. Creo que el primero y más complejo es el viraje de las propias organizaciones. Las prácticas de educación para el desarrollo y la ciudadanía global despliegan su potencial transformador en entornos coherentes con esos objetivos de cambio. Las ONGD hemos cambiado, creo que somos más críticas, más políticas que hace una década, pero nos falta aún un trecho. Tenemos aún margen para ser más explícitas con el cuestionamiento de las causas profundas de la pobreza, la emergencia climática y la desigualdad y para hacer propuestas de cambio estructural y hacerlo desde narrativas en las que la ciudadanía sienta que tiene un papel real, un papel tan “comprensible” como el más convencional de donante. Ese papel de ciudadano/a global.
Se trata de aceptar en las estrategias operativas y no sólo en los discursos, que los cambios profundos, incrementales, que se necesitan, pasan más por las políticas, la incidencia…y no solo por la cooperación financiera y la donación para la provisión de servicios. La cuestión es adoptar de manera decidida y consistente esta identidad crítica, transformadora, no nos depara muchos amigos y puede poner en peligro la notoriedad y el posicionamiento de las organizaciones. En este punto, el reto es conciliar, es gestionar ese cambio de identidad de manera progresiva.
Pero no es sólo una cuestión de riesgos, sino también de culturas organizativas: conseguir que la ciudadanía tenga un rol diferente y más activo en el cambio social pasa por cambiar el rol de las organizaciones y de las personas que trabajamos en ellas, ceder protagonismo, compartir conocimiento, aceptar ritmos diferentes de los procesos, aportar a la ciudadanía en los procesos en los que está, no esperar a que “vengan” a nosotras, y esto cuesta. Claro que el tema cultural es mucho más amplio. Esta educación pone también de manifiesto, al interno de las organizaciones, los retos relacionados con la igualdad de género, la economía de los cuidados, la interculturalidad o el “adulto-centrismo”.
Por supuesto, hay un reto pendiente vinculado a la financiación porque afecta a la ambición, la profundidad y la continuidad de los procesos de cambio a los que las ONGD podemos acompañar desde las prácticas de EDCG. Pero, honestamente, creo que eso solo sucederá cuando en los espacios de toma de decisiones se crea realmente en una cooperación basada en políticas, porque es en ese modelo de cooperación en el que la educación se entenderá como estratégica.
La incidencia en los sistemas educativos en todos los niveles, en los medios de comunicación, en la cultura, debería estar en primera línea en nuestras agendas.
Otro reto tiene que ver con la articulación con otros. No me refiero sólo a trabajar realmente en red entre las ONGD, sino a incidir para que el resto de instituciones –públicas y privadas- que influyen en los imaginarios, los valores y los comportamientos de la ciudadanía, incorporen en sus actuaciones los objetivos de justicia, derechos humanos y sostenibilidad. La incidencia en los sistemas educativos en todos los niveles, en los medios de comunicación, en la cultura, debería estar en primera línea en nuestras agendas. No se puede cuestionar la eficacia de la Educación para el Desarrollo y la Ciudadanía Global argumentando que, a pesar del trabajo realizado, no se han logrado cambios significativos en la ciudadanía, porque las ONGD tenemos una capacidad de impacto muy limitada. Pero si podemos intensificar nuestros esfuerzos en incidir en las políticas y los actores que tienen un impacto mucho mayor y la dificultad en este caso es llegar a hacer un lobby fuerte. Una alianza estratégica, a medio y largo plazo con actores más allá del sector de la cooperación, es imprescindible para tener esa capacidad de influencia.
Y el último reto, tiene que ver con las personas que trabajamos en educación: necesitamos tiempo para contar lo que hacemos, lo que conseguimos, para leer, investigar y aprender, entre nosotras y de otras. Recomiendo dar una vuelta por las páginas de publicaciones de las ONGD. Hay trabajos excelentes, inspiradores, que necesitamos compartir más y mejor.