Cuenta atrás para los presupuestos generales del Estado 2021. En los próximos días, el Gobierno presentará su propuesta en el Congreso. El desafío es inmenso; las cuentas deben conjugar respuestas inmediatas, solidarias y a largo plazo que cuenten con medios a la altura de los retos que enfrentamos. Tras una crisis inédita aún en curso y cuyo alcance está aún por determinar, los presupuestos deben garantizar la reconstrucción sin dejar a nadie atrás.

Sabemos ya que serán los más expansivos de la historia. El techo de gasto subirá un 54%, hasta los 196.000 millones de euros. Un incremento destinado a hacer frente a la emergencia sanitaria, mitigar los efectos negativos de la crisis e impulsar una transformación de la estructura económica. Pero no podemos volver a la casilla de salida; no podemos regresar a las viejas fórmulas que nos han traído hasta aquí.

Boaventura de Souza Santos alerta: “el virus es un pedagogo que intenta decirnos algo, el problema es saber si somos capaces es escucharlo”. Efectivamente, la bofetada de realidad que ha desatado la COVID-19 debería hacernos aprender de los errores. Es el momento de políticas públicas que sitúen en el centro los derechos humanos, el cuidado de la naturaleza y la dignidad de la vida. Si no es ahora, ¿cuándo? En este sentido, la Agenda 2030 es un marco de referencia ineludible por dos razones: por un lado, apuesta por respuestas intersectoriales a problemas complejos; por otro, defiende la cooperación internacional para la solución de problemas que nos son comunes.

Cooperación internacional o barbarie
Todo esfuerzo que se haga por salir de este atolladero colectivo será en balde si no se contempla el plano internacional. Si algo ha demostrado la pandemia es que estamos interconectadas, que los problemas son comunes y comunes deben ser las soluciones. La COVID-19 ha sacudido los cimientos de nuestras sociedades; pero ha sido un inmenso terremoto para aquellas cuyos pilares ya estaban resquebrajados o para quienes sufrían el ahogo de un sistema que asfixia cuerpos y vidas considerados de segunda. Personas refugiadas que viven en campos que son cualquier cosa menos refugios, migrantes que se parten el lomo sin acceder a sus derechos ciudadanos, trabajadoras temporeras que sufren violaciones mientras recogen las fresas que adornan nuestros postres, pueblos indígenas que defienden la tierra a costa de su propia vida, trabajadores informales que recorren de sol a sol las grandes ciudades sin conseguir llegar a fin de mes.

La mala noticia es que cuando más se necesita la cooperación, más debilitada está. Los brutales recortes a los que se ha visto sometida en la última década han situado a España como una excepción dentro de Europa. La cuarta economía de la UE destina solo un 0,19% a cooperación; incluso Hungría aporta más que España. La Agencia Española de Cooperación Internacional (AECID) gestiona apenas 360 millones de euros, dos tercios menos que en 2011.La buena noticia es que hay una puerta abierta: el pacto de gobierno incluye el compromiso de alcanzar el 0,5% para cooperación al final de la legislatura. Incluye también dos cuestiones que son determinantes para contar con un sistema de cooperación moderno y adecuado a la realidad actual: la reforma de la AECID y de la Ley de Cooperación de 1998.

El desafío es abrir esa puerta con una mirada larga y responsable, más allá de las necesidades más urgentes o cercanas. La cooperación es una pieza fundamental en un contexto mundial de múltiples y profundas crisis. Por eso, es necesario cambiar el rumbo y sacar a España del bache en el que se ha instalado desde hace una década. Necesitamos recuperar el tiempo perdido, contribuir a la reconstrucción global, proyectar nuestro país como un socio solvente y confiable en las soluciones para el mundo post-COVID. Es vital que los compromisos asumidos por el Gobierno en materia de cooperación se materialicen en los próximos presupuestos.

¿Qué proponemos?
Mirar al futuro con responsabilidad implica construir desde ya un nuevo sistema de cooperación internacional. La prometida reforma del sistema de cooperación exige recursos que la hagan realidad. Para hacer creíble el compromiso del 0,5%, debemos empezar ya con una inversión adicional de 900 millones en cooperación. Es necesario recuperar la capacidad de acción de la AECID y eso pasa necesariamente por un aumento de su presupuesto hasta los 450 millones. Dentro de la Agencia, es urgente aumentar el ahora ridículo presupuesto para acción humanitaria hasta los 120 millones. También es necesario contar con 15 millones para programas de construcción de ciudadanía global, especialmente para hacer frente a los crecientes discursos de odio. Por último, pero no menos importante, debe reforzarse la colaboración con las ONGD; los recursos para el desarrollo de su trabajo deben incrementarse hasta 150 millones. Son números plenamente viables y que constituyen un porcentaje ínfimo cuando se comparan con del gasto anual en defensa (20.050 millones) o el dinero que no se recauda por la evasión fiscal (entre 20.000 y 40.000 millones).

Los desafíos globales que ha desatado la pandemia han puesto de relieve que la cooperación es una política estratégica. Una política que promueve bienes públicos globales como la salud, la biodiversidad, la democracia o los derechos humanos. Una política que apoya a las poblaciones que más están sufriendo las consecuencias de las múltiples crisis que vivimos. Una política que, además, impulsa un rol activo de nuestro país en la solución de los retos globales. Si antes de la COVID-19 la cooperación debía ser reformada y reforzada, ahora es más urgente que nunca. Como bien dice Boavetura de Souza Santos, la realidad mundial nos está hablando, está en nuestra mano escucharla y apostar por políticas que protegen a las personas, sus derechos y sus entornos. Los próximos presupuestos nos dirán si hemos sido capaces de entenderlo.

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