La cooperación española es un sistema tremendamente complejo: un entramado en el que diversos actores y administraciones actúan de manera constante en una suerte de equilibrio colectivo. La variación en uno de sus elementos puede afectar directamente a su estabilidad y generar cambios sustanciales. Dicho de otra manera y recurriendo a la teoría del caos: el aleteo de una mariposa puede generar huracanes. Sucede, sin embargo, que el próximo curso más que leves aleteos se anuncian movimientos sísmicos de impacto impredecible.

Conocer al máximo esos movimientos que se avecinan es crucial para adelantarnos a sus posibles consecuencias. En septiembre deberíamos conocer los presupuestos generales del Estado para 2021. Con un descenso del PIB entre el 10 y el 15%, está claro que las cuentas serán muy distintas a las que se manejaban antes del confinamiento. La piedra de toque para la cooperación será el porcentaje de ayuda oficial al desarrollo (AOD): ¿saldremos del furgón de cola de la Unión Europea en el que nos encontramos por detrás de Hungría? El Gobierno ha insistido en reiteradas ocasiones en su voluntad de alcanzar el 0,5% de la Renta Nacional Bruta para cooperación. Para cumplir ese compromiso de manera armónica, la Coordinadora de Organizaciones para el Desarrollo estima que este año el incremento debe ser de, al menos, 900 millones de euros; la mitad tendría que reforzar la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo (AECID), y las partidas destinadas a ayuda humanitaria y educación para la ciudadanía global.

En el mismo mes de septiembre se pondrán en marcha dos procesos paralelos. Por una parte, la discusión sobre la relación entre la Administración General del Estado y las Organizaciones de Cooperación para el Desarrollo. Este es un desafío que fue señalado por el Comité de Ayuda al Desarrollo de la OCDE ya en 2011; desde entonces, no se ha conseguido aprobar ninguna medida al respecto a pesar de que este tema fue recogido en el IV y en el V Plan Director. Se trata, por tanto, de una exigencia histórica basada en una larga experiencia conjunta; urge formalizarla en un documento oficial que recoja los principios generales, los roles de unos y otros, los instrumentos disponibles y las normativas en las que se basa y se proyecta la colaboración entre la Administración y las ONGD.

El segundo proceso será la puesta en marcha de una subcomisión en el Congreso para debatir la nueva configuración del sistema de cooperación. Esta subcomisión ya fue aprobada en la fugaz legislatura anterior, pero no llegó a iniciar su trabajo. Parece que hay cierta unanimidad entre los grupos políticos –a excepción de Vox- en ponerla en marcha y en tomar como base de trabajo el documento elaborado por el Consejo de Cooperación como referencia para la reforma del sistema.

La necesaria riqueza del ecosistema

Estos pequeños temblores anticipan el que será el gran movimiento sísmico del curso: la discusión de una nueva ley de cooperación al desarrollo. Tenemos la oportunidad de apostar por una política de Estado moderna que, basada en la filosofía de la Agenda 2030 vaya más allá y avance por la senda feminista y ecologista. Debemos garantizar que sea una pieza clave de la acción exterior española que convierta a nuestro país en un socio responsable y confiable frente a los complejos retos globales: humanitarios, ambientales, democráticos… frente a los desafíos en la lucha contra la desigualdad, la garantía de los derechos humanos y la igualdad de género o la defensa de los bienes públicos y la paz. Ese complejo ecosistema de actores y administraciones debería estar coordinado por la AECID (o como quiera que se llame en un futuro), y debería integrar eficazmente a quienes también son protagonistas desde los territorios: garantizar la diversidad descentralizada será fundamental para la riqueza del ecosistema.

Los equilibrios en los ecosistemas se mantienen gracias al funcionamiento armónico de quienes los conforman. Garantizarlos supone alejarnos de la teoría de las alas de una mariposa para abrazar los valores de la cultura maorí. El mítico equipo de rugby de los All Blacks neozelandeses integra en su visión dos principios maorís fundamentales. Uno es el whakapapa, que viene a decir algo así como que no somos más que una chispa en un momento del tiempo situado entre dos eternidades: el pasado y el futuro, pero que, a la vez, tenemos una íntima conexión con la tierra y con nuestras raíces. El otro es el whanau que significa equipo, pero también comunidad. En los All Blacks no hay estrellas, no vale el ego. Cada persona es fundamental en un grupo que solo triunfa si está unido.

Como colectivo especialmente ligado a otras culturas y un planeta que nos es común, deberíamos hacer propios estos principios y ser comunidad en el sentido maorí. Partamos desde la identidad de cada actor —todo el mundo tiene un rico bagaje que aportar—; aprendamos de la experiencia acumulada a lo largo del tiempo; seamos humildes respecto a lo que representamos en el sistema; y olvidemos nuestros egos para ser equipo y construir la mejor cooperación posible, esa en la que cada pieza cobra sentido en la medida en que camina junto al resto. El otoño está a la vuelta de la esquina; tenemos todo un curso por delante para ser comunidad en esta casa común que es el planeta.

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