En los últimos tiempos se ha extendido la idea de que el mundo se enfrenta a la necesidad de realizar cambios inaplazables. Las razones que hacen necesarios estos cambios son muy variadas: el desbordamiento del ecosistema concretado en la pérdida de biodiversidad y el aumento de la temperatura global producido por el cambio climático; la revolución digital y las modificaciones que esta supone para el empleo tal y como lo hemos conocido en las últimas décadas; la obligación de acabar con la discriminación estructural y la violencia que históricamente han sufrido las mujeres y las personas LGTBI; el deber de garantizar la dignidad y los derechos de las personas que migran en busca de mejores oportunidades en un contexto de creciente desigualdad; o la reforma de la gobernanza global para hacerla más democrática, consolidando el derecho internacional de los derechos humanos a la vez que se reduce, progresivamente, la militarización del planeta.

Aunque son temas diversos, hay al menos dos ideas claras: no es posible realizar estos cambios inaplazables en un solo país y, cuando los países abandonan sus responsabilidades globales y orientan su mirada únicamente a defender los supuestos intereses de los suyos, solo crecen las amenazas para todos.

En consecuencia, está claro que asistimos a un cambio de época tras el cual las relaciones entre las personas y con el planeta que soporta la vida serán muy diferentes de como las hemos conocido hasta ahora. Se plantean, así, varias cuestiones cruciales. Si estamos preparados para enfrentar activamente las amenazas y aprovechar la inteligencia colectiva para construir sociedades más justas y más habitables en tiempos del colapso ambiental y de la creciente desigualdad. Si estamos dispuestos a afrontar estos cambios, teniendo en cuenta que necesariamente deben implicar un reparto más equitativo del poder, y que nos obligará a dejar de hacer unas cosas y a hacer otras nuevas (afrontando las consiguientes resistencias políticas). Y si contamos con instrumental científico y político adecuado para pilotar colectivamente las transiciones que se imponen, transición ecológica, laboral o digital, entre tantas otras, todas ellas íntimamente relacionadas.

Precisamente El cambio inaplazable es el título del informe 2019 del Índice de Coherencia de Políticas para el Desarrollo Sostenible elaborado por la Coordinadora de Organizaciones de Cooperación para el Desarrollo (CONGD) y la Red Española de Estudios sobre Desarrollo que se ha presentado esta semana en Madrid. El índice ofrece una clasificación de 148 países ordenados en función de cómo sus políticas enfrentan los desafíos comunes, desde una perspectiva innovadora. De esta manera, el índice es útil para lograr que las políticas públicas contribuyan a que la transición sea justa, equilibrada e inclusiva, y que su resultado sea un mundo habitable con sociedades que avancen en derechos y oportunidades para todas las personas.

El índice asume que el cambio al que asistimos constituye un cambio de paradigma, es decir, una nueva manera de entender, de medir y de promover los procesos de desarrollo a través del ejercicio de las políticas públicas de los países. La mejor forma de fracasar en las transiciones sería profundizar en los modelos y en las mediciones del progreso que nos trajeron hasta aquí, insistiendo en los indicadores monetarios de riqueza (el PIB) que no contemplan inequidades sociales ni la devastación ambiental.

En el futuro, que ya empezó, el único progreso posible será el que permita garantizar oportunidades para todas las personas sin desbordar los principales indicadores ambientales, como sugiere Economía rosquilla de la investigadora de la Universidad de Oxford, Kate Raworth.

Así, por ejemplo, el nuevo índice tiene en cuenta los indicadores ambientales principales, entre otros, la huella ecológica de producción y las emisiones de dióxido de carbono, penalizando a los países con un comportamiento más agresivo, combinándolos con otros como la reserva (o el déficit) de biocapacidad o la apuesta de la producción de energía a partir de fuentes renovables. Desde esta perspectiva, países como Qatar, Kuwait, Bélgica o Estados Unidos se encuentran entre los ocho peor puntuados de los 148 examinados, lo que nos señala que estos países deben hacer un esfuerzo muy profundo para contribuir a un planeta más sostenible.

La mejor forma de fracasar en las transiciones sería profundizar en los modelos y en las mediciones del progreso que nos trajeron hasta aquí, insistiendo en los indicadores monetarios de riqueza como el PIB

En relación con el análisis de las políticas económicas más coherentes con las transiciones necesarias, el índice se fija en indicadores que miden el sobredimensionamiento del sector bancario o la opacidad financiera, mostrando ambos fenómenos como inadecuados e incoherentes. También evalúa la capacidad de los gobiernos de obtener ingresos, así como su desempeño en la reducción de la desigualdad medida en la variación del índice Gini antes y después de impuestos y transferencias. Las mejores políticas económicas desde esta perspectiva son aquellas que disponen de recursos públicos suficientes y consiguen reducir la desigualdad al tiempo que apuestan por la transparencia fiscal y un equilibrado sector financiero. Según esta lógica, los países con mejor desempeño económico son Finlandia, Dinamarca y Noruega.

El índice evalúa también el compromiso de los países con la gobernanza global, la justicia y los derechos humanos, valorando, entre otros, su posicionamiento en los tratados internacionales y convenciones más relevantes y penalizando niveles elevados de militarización medidos a través de variables como el gasto militar, el personal de las fuerzas armadas o la capacidad en armamento nuclear. Se valora también en qué medida la legislación protege y garantiza derechos fundamentales de las personas LGTBI y el acceso de las mujeres a la justicia en igualdad a los hombres. A la cola de este componente nos encontramos con países como Arabia Saudí, Omán, Pakistán o Israel, que ocupan las cinco últimas posiciones.

Este análisis a partir de los denominados componentes del desarrollo (que incluye también algunos más tradicionales como el social o el productivo, analizados asimismo desde esta perspectiva innovadora) ofrece un dibujo complejo del desarrollo sostenible, con contradicciones y desvelando algunas ideas preconcebidas sobre el mismo, como que existen países que ya han terminado su proceso de desarrollo. Y nos ofrece también un mapa para comenzar, aquí y ahora, el cambio. Porque es inaplazable.

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