Esta semana hemos conocido el ya clásico informe de Credit Suisse que vuelve a dejarlo claro: la desigualdad mundial aumenta de nuevo en una carrera sin frenos. El patrimonio de las personas más ricas aumentó un 2,6% en los últimos 12 meses. El 45% de la riqueza mundial está en manos del 1% de la población. Se avecina una crisis, dicen, ¿para quién? Según datos de pobreza multidimensional del PNUD, 1.300 millones de personas sufren carencias importantes en su vida en materia de salud, educación, acceso al agua o a la vivienda. El número absoluto de personas subnutridas en el mundo ha aumentado de 785 millones en 2015 a 822 millones en 2018.
Mareas de gente rebosan las calles de muchas ciudades del mundo. La gente se hartó de sembrar en terrenos de grietas y polvo. Se hartó de no poder garantizar la educación a sus hijos e hijas; de no tener una vivienda digna. Las mujeres se hartaron de cargar las ollas, de ser ninguneadas, acosadas, violadas, asesinadas. La gente se hartó de comer arroz hervido y pasta; se hartó de no comer. Se hartó de los tiros, las bombas, los gritos… de enterrar a sus muertos. Se cansó de esperar llamadas del otro lado de un mar que ahoga a la vida. Se hartó de partirse el lomo trabajando y no llegar a final de mes. Se hartó de andar a oscuras en su propia casa. Se hartó del “ya vendrán tiempos mejores”; de las promesas incumplidas, de las mentiras.
El pan y las rosas
El relato predominante sobre estos acontecimientos tiende a criminalizar a ‘la gente’ –término difuso y hasta peyorativo–. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso”, decía el presidente chileno hace unos días para justificar la salida de los militares a las calles. ¿Quién está en guerra? La ecofeminista Yayo Herrero suele decir que sufrimos las consecuencias de un sistema que está en guerra con la vida. Y es que el capitalismo empapa nuestras vidas hasta ahogarlas. Quienes salen a la calle en Chile, Guinea, Guatemala o Líbano reclaman techo, tierra, trabajo, salud, educación, democracia y libertad. Anhelan el pan, sí, pero también las rosas. Desean una vida digna, un futuro mejor para sus hijas e hijos.
La clase política no es capaz de
dar respuesta a las demandas de una ciudadanía global
que ya no aguanta más.
Vemos los árboles pero no somos capaces de distinguir el bosque. Ponemos el foco en cada uno de estos países, pero no logramos explicar qué es lo común a todos ellos. Si abrimos la mirada, si conectamos realidades y sacamos conclusiones, la fotografía es otra: las movilizaciones tienen una causa común. El sistema capitalista que rige el mundo es insostenible, atenta contra la vida del planeta y contra la de la inmensa mayoría de personas que lo habitan. Lo resume en tres palabras el Papa Francisco “esta economía mata”. Los mecanismos para frenar sus desmanes son escasos y los que existen no funcionan tan firmemente como debieran.
Los intereses privados prevalecen sobre los derechos humanos y así se privatiza la salud, las pensiones, la educación. Solo los ricos, una minoría, pueden acceder a necesidades esenciales para la vida. Las empresas transnacionales tienen carta blanca para explotar los recursos, arrasar los territorios y expulsar a las comunidades de sus hogares. Hace un par de semanas Ginebra acogía la quinta sesión del grupo de la ONU encargado de elaborar un instrumento internacional vinculante para que las empresas respeten los derechos humanos. El texto que se discutió está muy lejos de conseguir un control efectivo sobre las empresas multinacionales. La espiral del despojo continúa su curso de manera impune porque los frenos que pone la política son claramente insuficientes.
Palabras huecas frente a propuestas ciudadanas
Otra de las tendencias mundiales es la creciente represión de las libertades fundamentales. Según el Informe Civicus Monitor, casi seis de cada diez países están restringiendo gravemente las libertades fundamentales de asociación, reunión pacífica y expresión de las personas. Y estos datos, advierte Civicus, son la punta de un iceberg de grandes dimensiones.
La clase política no es capaz de dar respuesta a las demandas de una ciudadanía global que ya no aguanta más. El escritor Amin Malouf, en su último ensayo, explica el sentimiento generalizado que vive el planeta: “la gente siente que ha sido robada, expoliada”. La reciente cumbre de Naciones Unidas nos dejó múltiples declaraciones de buenas intenciones, solidaridad entre los pueblos, cuidado del planeta, derechos humanos y paz. Palabras huecas. El Tratado Internacional de Comercio de Armas existe desde hace casi cinco años y, sin embargo, el comercio mundial de armamento continúa en aumento. Según Amnistía Internacional, el valor total del comercio mundial de armas en 2017 fue de, al menos, 95.000 millones de dólares. A pesar de las cumbres internacionales sobre el cambio climático, el número de personas que se enfrentan a inseguridad alimentaria y la falta agua, además de a los efectos del cambio climático, supera los 95 millones. Y se confirma que el ‘ascensor social’ es una falacia: el último informe de la OCDE demuestra que nacer en una familia con escasos ingresos no solo impide el acceso a un alto nivel de estudios y una mejor situación laboral, sino que además supone un peor estado de salud.
Los discursos se multiplican, pero los libros, las medicinas, la comida no llegan a los hogares. La pasada semana, una adolescente de una compañía de teatro chilena lo explicaba así: “el miedo se ha convertido en rabia y lucha, nos quitaron todo, nos quitaron el miedo –decía-. Somos los pobres, a quienes trataron como ignorantes (…) Y son los pobres quienes hacen las mayores revoluciones”. Chile despertó, como están despertando muchos otros lugares del planeta. El torrente ciudadano en defensa de los derechos humanos es imparable y traerá nuevos aires que nos permitirán soñar en otros mundos posibles en los que, como dicen en las calles chilenas, “valga la pena vivir”. La lucha por la vida se abre paso en todo el mundo; es la gente abriendo las grandes alamedas frente a los muros que impone el sistema.