- Se cumple el tercer aniversario de la aprobación en la ONU del plan global de acción a favor de las personas, el planeta y la prosperidad
- Si el Gobierno quiere cumplir con la Agenda 2030, habrá de ser coherente y no proporcionar material bélico a ningún país que vulnere los derechos humanos
Artículo publicado en Desalambre
La Agenda 2030 cumple ya tres años. Desde su investidura en junio, el Ejecutivo de Pedro Sánchez ha apostado públicamente por este plan de acción global «a favor de las personas, el planeta y la prosperidad, que también tiene la intención de fortalecer la paz universal y el acceso a la justicia» aprobado el 25 de septiembre de 2015 por los 193 Estados miembros de Naciones Unidas. Así ha creado, por ejemplo, tal y como reclamábamos distintas organizaciones y plataformas, un Alto Comisionado, dependiente directamente de la Presidencia. Además, ha anunciado la creación de un Consejo de Desarrollo Sostenible.
Ahora bien, la implementación de la Agenda requiere además voluntad política para dejar de hacer las cosas como siempre y tomar decisiones valientes.
Entre sus 17 objetivos, la Agenda 2030 incluye uno ligado expresamente a la consecución de la paz, el 16: «Promover sociedades pacíficas e inclusivas para el desarrollo sostenible, facilitar el acceso a la justicia para todos y construir a todos los niveles instituciones eficaces e inclusivas que rindan cuentas».
El modo en que se enunció este objetivo deja que desear. La paz se diluye al hallarse rodeada de otras aspiraciones a las que se coloca al mismo nivel. En un mundo en el que, según los datos recogidos en el informe anual de la Escola de Cultura de Pau, de la UAB, se registraron 33 conflictos armados en 2017 –una cifra demasiado similar a la de los años anteriores–, ¿no merecía el fin de la violencia una meta propia, un papel más destacado en un plan de acción llamado a transformar el mundo?
Además de esto, ni siquiera habla de lograr sociedades pacíficas, sino de promover. Un verbo bastante laxo. Ese no comprometerse se hace aún más palpable cuando nos adentramos en las metas ligadas al objetivo, en el cómo conseguir la paz. En ellas solo encontramos una referencia al comercio de armas, la meta 16.4: «De aquí a 2030, reducir significativamente las corrientes financieras y de armas ilícitas, fortalecer la recuperación y devolución de los activos robados y luchar contra todas las formas de delincuencia organizada». Nada que apunte a los Estados y a la industria armamentística, como si estos no tuviesen responsabilidad en la violencia, las guerras o los ataques preventivos con daños colaterales.
Y, sin embargo, pese a estas limitaciones, la Agenda 2030 puede y debe servirnos para construir un mundo en paz. Una paz germinada en la lucha contra el cambio climático, la justicia fiscal, la equidad de género o las alianzas, sustratos que sí podemos encontrar en su articulado. Además, aquellas que creemos firmemente en el potencial transformador de este instrumento siempre hemos defendido que uno de sus elementos más potentes es que en ella se incluye el mejorar la coherencia de las políticas para el desarrollo sostenible. Fórmula, que traducida a un lenguaje popular, equivaldría a un no poder estar a Dios rogando y con el mazo dando. Para ello, en la agenda se demanda el establecimiento de mecanismos.
El pasado julio, Futuro en Común, espacio que aglutina más de 50 entidades y redes, entre ellas, la Coordinadora de ONG para el Desarrollo, publicó un informe con recomendaciones y propuesta para la implementación de la Agenda 2030 en España. En él se ponía especial énfasis en la coherencia de políticas y uno de los ámbitos a los que se apuntaba era al comercio de armas.
En concreto, se planteaba que España debía cumplir las obligaciones legales sobre control de la venta de material bélico a países en conflicto establecidas en la Ley española de Comercio de Armas y en el Tratado Internacional de Armas, ratificado en 2014. Ambos instrumentos jurídicos prevén la prohibición de vender armamento a países que puedan utilizarlos para vulnerar los derechos humanos o las leyes internacionales.
Arabia Saudí parece claro que sería uno de esos Estados. Y, sin embargo, España no solo suministra a este país, sino que además batió un récord en 2015, el año en que estalló la guerra de Yemen. Desde entonces, nuestro país ha vendido armas a Riad por valor de unos 925 millones de euros.
En estos tres años han muerto más de 10.000 personas y casi 18 millones de yemeníes –bastante más de la mitad de sus habitantes– tienen graves dificultades para acceder a alimentos. De estos, 8,4 millones están en riesgo de morir de hambre, según la ONU, que ha acusado a la coalición de países liderada por los saudíes de ser responsable de violaciones de derechos humanos.
El Gobierno anunció en agosto que revisaría las ventas de armas españolas realizadas por el anterior ejecutivo a Arabia Saudí y sus aliados. Hace unos días, aclaró, sin embargo, que esa revisión no iba traducirse en la revocación de ninguna exportación de armamento a Riad, ni tampoco en una moratoria de la concesión de nuevas licencias.
Si Moncloa quiere cumplir con la Agenda 2030, habrá de ser coherente y no proporcionar material bélico o de doble uso a ningún país que vulnere los derechos humanos. La alta comisionada, Cristina Gallach, debería velar por ello. Sería un digno regalo de aniversario.
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Marta Iglesias es vocal de Incidencia Política de la Coordinadora de ONG para el Desarrollo.